Corría
mayo del 1968, pero no en París, José maría Arguedas está en Santiago de Chile
y escribe en sus diarios acerca de Juan Rulfo y otros escritores, pero escribe
también sobre don Felipe Maywa, de San Juan de Lucanas.
Un
texto pequeño que sirve para encontrar el perfume que acompañaba a este gigante
serrano, dolido y superior.
Santiago de Chile, Mayo 11 de 1968.
Ayer
escribí cuatro páginas. Lo hago por terapéutica, pero sin dejar de pensar en
que podrían ser leídas. ¡Qué débil es la palabra cuando el ánimo anda mal!
Cuando el ánimo está cargado de todo lo que aprendimos a través de todos
nuestros sentidos, la palabra también se carga de esas materias. ¡Y cómo vibra!
Yo me convertí en ignorante desde 1944. He leído muy poco desde entonces. Me
acuerdo de Melville, de Carpentier, de Brecht, de Onetti, de Rulfo. ¿Quién ha
cargado la palabra como tú, Juan, de todo el peso de padeceres, de conciencias,
de santa lujuria, de hombría, de todo lo que en la criatura humana hay de
ceniza, de piedra, de pudridez violenta por parir y cantar como tú? En ese
hotel, más muerto que vivo, el Guadalajara Hilton, nos alojaron juntos ¿de pura
casualidad? Me contaste algo de cómo fue tu vida. Te despidieron y volvieron a
nombrar algo así como veinte veces en los Ministerios de la Revolución
Mexicana. Trabajaste en una fábrica de llantas. Dejaste el puesto porque te
quisieron enviar a las oficinas de otro país. Mientas hablabas en tu cama,
fumabas mucho. Me hablaste muy mal de Juárez. No debí sorprenderme de la
heterodoxia con que ordenabas las causas y efectos de la historia mexicana, de
cómo parecía que conocías a fondo, tanto o mejor que tu propia vida, esa
historia. Y me hiciste reír describiendo al viejo Juárez como un sujeto algo
nefasto y con facha de mamarracho.
Me
acordé de la primera vez que te conocí en Berlín, de cómo te llevé del brazo al
ómnibus, con cuánta felicidad, como cuando, ya profesional, volví a encontrar a
don Felipe Maywa, en San Juan de Lucanas y, ¡de repente!, me sentí igual a ese
gran indio al que había mirado en la infancia como a un gran sabio, como a una
montaña condescendiente, ¡igual a él! Y mientras los otros poblanos me
doctoreaban estropeándome hasta la luz del pueblo, él, don Felipe, me permitió
que lo tomara del brazo. Y sentí ese olor de indio, ese hálito amado de la
bayeta sucia del sudor. Y abracé a don Felipe de igual a igual. Don Felipe
tiene pequeña estatura —aún vive—. Yo, que soy mediano, le llevo bastante en
tamaño. Pero nos miramos de hombre a hombre. Y no era mayor mi asombro
justificado, bien contenido y por eso mismo tenso. Nos miramos abrazados, ante
el otro tipo de asombro de los poblanos, indios y wiracohas vecinos notables
que estaban respetándome, desconociéndome. ¡Sí, yo era el mismo, el mismo
pequeño que quiso morir en un maizal del otro lado del río Huallpamayo, porque
don Pablo me arrojó a la cara el plato de comida que me había servido la
Facundacha! Pero, también allí, en el maizal, sólo me quedé dormido hasta la
noche. No me quiso la muerte, como no me aceptó en la oficina de la Dirección
del Museo Nacional de Historia de Lima. Y desperté en el Hospital del Empleado.
Y vi una luz melosa, luego el rostro muy borroso de gentes. (Una boticaria no
me quiso vender tres píldoras de seconal; dijo que con tres podría quedarme
dormido para no despertar; y yo me tomé treinta y siete. Fueron tan ineficaces
como la imploración que le dirigí a la virgen, llorando, en el maizal de
Huallpamayo.) Decía que era el mismo niño a quien don Pablo, el amo del pueblo,
le arrojó la comida a la cara, pero sin duda al mismo tiempo era bien otro. Ese
bien otro y el chico del maizal, sin embargo, eran una sola cosa y don Felipe,
bajo de estatura, macizo, antiguo y nuevo como yo, lo aceptó, lo encontró
natural que así fuera.
Por
eso me trató de igual a igual, como tú Juan, en Berlín y en Guadalajara y en
Lima, también en ese pueblo de Guanajuato, fregado hasta nomás, como el Cuzco.
Tú fumabas y hablabas, yo te oía. Y me sentí pleno, contentísimo, de que
habláramos los dos como iguales. En cambio a don Alejo Carpentier lo veía como
a muy “superior”, algo así como esos poblanos a mí que me doctoreaban. Sólo
había leído El reino de este mundo y un cuento; después he leído Los pasos
perdidos. ¡Es bien distinto a nosotros! Su inteligencia penetra las cosas de
afuera adentro, como un rayo; es un cerebro que recibe, lúcido y regocijado, la
materia de las cosas, y él las domina. Tú también, Juan, pero tú de adentro,
desde el germen mismo; la inteligencia está; trabajó antes y después.
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