martes, 12 de agosto de 2014

Arguedas, escribe sobre escritores y sobre don Felipe Maywa

Corría mayo del 1968, pero no en París, José maría Arguedas está en Santiago de Chile y escribe en sus diarios acerca de Juan Rulfo y otros escritores, pero escribe también sobre don Felipe Maywa, de San Juan de Lucanas.
Un texto pequeño que sirve para encontrar el perfume que acompañaba a este gigante serrano, dolido y superior.

 

Santiago de Chile, Mayo 11 de 1968.


Ayer escribí cuatro páginas. Lo hago por terapéutica, pero sin dejar de pensar en que podrían ser leídas. ¡Qué débil es la palabra cuando el ánimo anda mal! Cuando el ánimo está cargado de todo lo que aprendimos a través de todos nuestros sentidos, la palabra también se carga de esas materias. ¡Y cómo vibra! Yo me convertí en ignorante desde 1944. He leído muy poco desde entonces. Me acuerdo de Melville, de Carpentier, de Brecht, de Onetti, de Rulfo. ¿Quién ha cargado la palabra como tú, Juan, de todo el peso de padeceres, de conciencias, de santa lujuria, de hombría, de todo lo que en la criatura humana hay de ceniza, de piedra, de pudridez violenta por parir y cantar como tú? En ese hotel, más muerto que vivo, el Guadalajara Hilton, nos alojaron juntos ¿de pura casualidad? Me contaste algo de cómo fue tu vida. Te despidieron y volvieron a nombrar algo así como veinte veces en los Ministerios de la Revolución Mexicana. Trabajaste en una fábrica de llantas. Dejaste el puesto porque te quisieron enviar a las oficinas de otro país. Mientas hablabas en tu cama, fumabas mucho. Me hablaste muy mal de Juárez. No debí sorprenderme de la heterodoxia con que ordenabas las causas y efectos de la historia mexicana, de cómo parecía que conocías a fondo, tanto o mejor que tu propia vida, esa historia. Y me hiciste reír describiendo al viejo Juárez como un sujeto algo nefasto y con facha de mamarracho.

Me acordé de la primera vez que te conocí en Berlín, de cómo te llevé del brazo al ómnibus, con cuánta felicidad, como cuando, ya profesional, volví a encontrar a don Felipe Maywa, en San Juan de Lucanas y, ¡de repente!, me sentí igual a ese gran indio al que había mirado en la infancia como a un gran sabio, como a una montaña condescendiente, ¡igual a él! Y mientras los otros poblanos me doctoreaban estropeándome hasta la luz del pueblo, él, don Felipe, me permitió que lo tomara del brazo. Y sentí ese olor de indio, ese hálito amado de la bayeta sucia del sudor. Y abracé a don Felipe de igual a igual. Don Felipe tiene pequeña estatura —aún vive—. Yo, que soy mediano, le llevo bastante en tamaño. Pero nos miramos de hombre a hombre. Y no era mayor mi asombro justificado, bien contenido y por eso mismo tenso. Nos miramos abrazados, ante el otro tipo de asombro de los poblanos, indios y wiracohas vecinos notables que estaban respetándome, desconociéndome. ¡Sí, yo era el mismo, el mismo pequeño que quiso morir en un maizal del otro lado del río Huallpamayo, porque don Pablo me arrojó a la cara el plato de comida que me había servido la Facundacha! Pero, también allí, en el maizal, sólo me quedé dormido hasta la noche. No me quiso la muerte, como no me aceptó en la oficina de la Dirección del Museo Nacional de Historia de Lima. Y desperté en el Hospital del Empleado. Y vi una luz melosa, luego el rostro muy borroso de gentes. (Una boticaria no me quiso vender tres píldoras de seconal; dijo que con tres podría quedarme dormido para no despertar; y yo me tomé treinta y siete. Fueron tan ineficaces como la imploración que le dirigí a la virgen, llorando, en el maizal de Huallpamayo.) Decía que era el mismo niño a quien don Pablo, el amo del pueblo, le arrojó la comida a la cara, pero sin duda al mismo tiempo era bien otro. Ese bien otro y el chico del maizal, sin embargo, eran una sola cosa y don Felipe, bajo de estatura, macizo, antiguo y nuevo como yo, lo aceptó, lo encontró natural que así fuera.

Por eso me trató de igual a igual, como tú Juan, en Berlín y en Guadalajara y en Lima, también en ese pueblo de Guanajuato, fregado hasta nomás, como el Cuzco. Tú fumabas y hablabas, yo te oía. Y me sentí pleno, contentísimo, de que habláramos los dos como iguales. En cambio a don Alejo Carpentier lo veía como a muy “superior”, algo así como esos poblanos a mí que me doctoreaban. Sólo había leído El reino de este mundo y un cuento; después he leído Los pasos perdidos. ¡Es bien distinto a nosotros! Su inteligencia penetra las cosas de afuera adentro, como un rayo; es un cerebro que recibe, lúcido y regocijado, la materia de las cosas, y él las domina. Tú también, Juan, pero tú de adentro, desde el germen mismo; la inteligencia está; trabajó antes y después.

Bueno, voy a releer lo que he escrito; estoy bastante confundido, pero, aunque muy agobiado por el dolor a la nuca, algo más confiado que ayer en el hablar. ¿Qué habré dicho, Juan? A Onetti lo vi en México. Andaba con bastón, atendido por algunos que le conocían. Yo no había leído nada de él. Lástima. Le hubiera saludado; a don Alejo no me atrevía a acercarme, me lo presentaron dos veces. Dicen que es tímido, pero sentía o lo sentía como a un europeo muy ilustre que hablaba castellano. Muy ilustre, de esos ilustres que aprecian lo indígena americano, medianamente. Dispénsenme, don Alejo; no es que me caiga usted muy pesado. Olí en usted a quien considera nuestras cosas indígenas como excelente elemento o material de trabajo. Y usted trabaja como un poeta y un erudito. Difícil hazaña. ¿Cómo maravilla le iluminan y le instrumentan tantas memorizaciones de todos los tiempos? Onetti tiembla en cada palabra, armoniosamente; yo quería llegar a Montevideo —estoy en Santiago— entre otras cosas para saludarlo, para tomarle la mano con que escribe. Así es, Carlos Fuentes es mucho artificio, como sus ademanes. De Cortázar sólo he leído cuentos. Me asustaron las instrucciones que pone para leer Rayuela. Quedé, pues, merecidamente, eliminado, por el momento, de entrar a ese palacio. Lezama Lima se regodea con la esencia de las palabras. Lo vi comer en La Habana como a un injerto de picaflor con hipopótamo. Abría la boca, se rociaba líquido antiasmático en la laringe y seguía comiendo. ¡Gordo fabuloso. Cuba que ha devorado y transfigurado la miel y la hiel de Europa!. 

viernes, 30 de mayo de 2014

Ausencias y Retardos

Ha pasado mucho tiempo desde que dejé al abandono este blog, consecuente con esta manía de ingratitudes de la que hago gala. Pero es tiempo de retomar un espacio que – además de pertenecerme – me dio muchas satisfacciones, ya que se convirtió – repentinamente – en un lugar de catarsis donde la soledad nunca estuvo más acompañada.
Vuelvo, y lo hago de la mano de mi poeta favorito, digo “mi poeta” porque como dice Alberto Cortez, lo que queremos lo consideramos nuestra propiedad.
César Calvo me lleva de la mano a este retorno, con sus Ausencias y Retardos.
La mesa está servida.


Ausencias y retardos
Ausencias y retardos (1963)

(Magdalena: yo sé que tú comprendes por qué bajo la lluvia implacable -como si entre las ruinas, la misma música humeara todavía-, de pie sobre los sueños, coronado de bruma, mirando hacia el levante, permanezco)

I.

Las 12 del silencio que pacen tus palabras.
Bajo mis pies las calles veloces del verano.
Muchachas impregnadas de adiós como los puentes
olvidan su sandalia de bruma entre mis manos.

Por los vertiginosos escombros de los años
alguien va defendiendo tu sitio de los buitres
en el mismo trineo que a los parques condujo
soledades y citas de bengala y geranios.

Es tu juglar de siempre, el sinfónico y largo,
el con los más hermosos silencios confundido,
cubriendo con su sombra tu corazón de mármol.

Todo está igual entonces el viento no ha pasado.
Es Lima recorriendo tus pasos que ni el musgo
mientras la medianoche resbala en los tejados.

Ausencias y retardos
Ausencias y retardos (1963)

II.

También en las paredes,
en el aire,
en la hierba de vidrio que crece sobre el sueño,
en los relampagueantes tejados del mar.
Cubierto por el moho,
escrito con un hueso sobre la arena húmeda,
sangrando como pájaro en la nieve,
ahorcado en las lianas de la lluvia,
dibujado por mí en los urinarios,
rengueando entre las ruinas,
como el humo sonámbulo en los bares,
andrajoso,
sagrado,
incomparable,
a la intemperie,
indefenso aserrín bajo qué pies mojados,
expuesto a la saliva de los mudos,
a las injurias,
a las inundaciones,
a los codazos de los transeúntes,
al amor:

Tu nombre.

Vaho de hollín perdido en un espejo,
serpiente de mercurio
en el pico roto de un huaoquirí,
tu nombre que cae en la mano de los mendigos,
tu nombre como una llave en el fondo de un pozo,
tu nombre como un ala de ceniza
ardiendo
en todas partes
sobre mi corazón.

Ausencias y retardos
Ausencias y retardos (1963)

III.

Más allá de los últimos mástiles ardiendo,
más allá de mis ojos y tus pies y tus manos de yeso,
y tus pechos mordidos por la nieve,
más allá de los jóvenes mendigos
que con babeantes dedos mancharon en tu vientre
el sello blanco del amor:
yo te amo.

Yo me emociono por primera vez.

Yo recuerdo tus ojos de pescado
debajo de esta lluvia que golpea las ramas del verano.

Yo me interno descalzo por el tiempo vacío
mientras la noche cae
como un árbol quemado
y el placer acecha entre las lianas oscuras
desde los ojos de una boa irresistible.
Y prosigo.
Prosigo.
Nadie puede alcanzarme.
Nadie puede alcanzarme
cuando enciendo tu nombre,
cuando hasta los cadáveres se cubren de rocío
y yo danzo fatigado y triunfal en redor de tu aliento
que arde como esqueleto de una pira en el bosque.

Escrito está que siempre,
doquiera se entreabran al viento las compuertas,
en el vaso que bebas,
en la luna que vuelques sobre mi pecho helado,
cuando subas a los tranvías
o desciendas
estremecida
de los ardientes cadalsos,
o sonrías a solas con los otros
tras una máscara de celofán mojado.

Porque yo soy tu sangre.
La crujiente memoria de las tardes de hotel
donde una toalla de azahar y el gesto
con que la sed desborda los cántaros de cobre.

Y eres tú en el galope lejana de los años, eres tú
quien detiene, quien desboca
los ríos de las noches en mi cuarto.

Y aunque mi rostro apagues en espejos de sangre,
aunque sea una piedra quien te guíe desde un cielo de barro,
bien sabes que encanezco, bien sabes
qué espejismo palpito cuando pasas,
cuando no, cuando barres la neblina,
cuando inventas la lluvia a través de ciudades calcinadas.

Pequeña diosa, carne de los cuervos,
agua de mordeduras insaciables,
lávame en la candente ceniza de tu cuerpo,
vierte tu dolorosa palidez en mis manos,
y antes que el crepúsculo descienda de los bosques
a tenderse en la arena como un lagarto acuchillado,
desgárrate los muslos con mi flecha de seda
y en el centro del sueño deja entonces que me hunda
bajo las plumas rojas y lentas del otoño.

Ausencias y retardos
Ausencias y retardos (1963)

IV.

Estatua malherida por el musgo, por el olor
del semen levantado con rapidez de abismo,
ellos son los que escupen tu nombre en las paredes,
los que cuelgan tu vida de un clavo,
los que te sumergen en un río de lava,
los que cortan frenéticos tu mano
que asoma entre las sábanas como grito de auxilio.

Al final de la noche devastada
nadie se inclina a alzarte de las ruinas,
nadie te oye crecer como un incendio
hostil
en los suburbios.

Cuando el silencio avanza como una ola más grande que el mar,
mientras los mutilados te tatúan las piernas
y tus hombros engrasan tras un viento de alambre,
quién sino yo te aguarda deshilachado cual un sauce bajo la lluvia;
y después de después,
virgen de moho,
quién sino yo te besa los pies, lame tus llagas,
te libra dulcemente de las vendas oscuras
y al otro lado de tu sombra te ama.

Magdalena
ahogada en la noche de un espejo,
te estoy viendo en los cepos desbocarte,
entre sucias penumbras alquiladas
y antifaces y muslos y quejidos,
a cada paso asiendo mi nombre a cada cuerpo,
piraña atormentada en un acuario

Ausencias y retardos
Ausencias y retardos (1963)

V.

(No ignoro que los muertos esperaban, al doblar inmediato de cada despedida, para poner el asco de su sed en tu rostro. Si de silencio entonces mis trajines de pez sobre tus hombros, fue porque a los pantanos desnudo y siempre solo contigo fui, monstruosamente hermoso.

Magdalena, tu rostro.

Mientras enloquecías de arena en el rocío, y el insomnio azotaba tus muslos y la luna, con esa astucia propia de los ciegos: yo tocaba tu rostro.

Falanges de la dicha, epidermis del odio, Magdalena, mis manos de leproso).

Ausencias y retardos
Ausencias y retardos (1963)

VI.

Cuando de pronto entre mis ojos como
una lágrima desprendida
giras
como una luna en pena
yo que debiera recordarte siempre
el vestido deshecho por los búhos
contemplo las paredes veloces del olvido
los vasos de la luz en el otoño
todo en un gran silencio los milagros las lámparas
ay de la cabellera de las lámparas
que sin tropiezo fechas era por donde luna
el aire que los últimos muertos despreciaron
mi piel tu piel la brisa pegada en el recuerdo
límpiame enciende caigo cuando ven te estoy viendo
ya ciegas las ventanas en jaulas de murano
aún vendada huyendo entre los cactus
los hambrientos tirando monedas a tu paso
mediodías de yodo
crepúsculos lujosos
una antorcha de sombra entre las manos
porque el amor se cava como un pozo
nuestro aliento arañaba la tierra humedecida
tus cabellos peinados por el polvo
las cosas que no puedo decir sin ocultarme
rasgada en un espejo de hotel tu vestidura
violada en las alfombras movedizas
las últimas bisagras de la tarde oxidadas
sólo el placer tendido sobre un río de fósforo
consumiendo las barcas
la pedrería de los atardeceres
en la hierba de arena
y mis 19 años desollándose ardiéndote
como si hubiera llovido por última vez sobre la tierra:
"¡anúdate al torrente de mi sed
no me dejes sin piel sobre las piedras
a qué pálida hoguera condenado
husmeando alguna gruta de sal y vaselina
mordiendo ajenas sombras de azogue sobre el césped!"
pero no
pero nadie
sin cómo ya soñar sin más remedio
para que hable el olvido te inventó mi silencio
y este sitio es tu cuerpo
luna de miel lamida por la angustia
tierra arrasada el mar donde respiras
y de ceniza el vértigo que rueda por tus hombros
el vértigo que me despoja los gestos
y las túnicas
la sudorosa urgencia que me sube a otro cuerpo
cuando nadie en el mío como un paisaje pálido
ojerosos los soles demacrados
los relucientes años
El otoño gritando extraviado en el bosque
amarillos quejidos descienden de los árboles
pasan rostros ardiendo
sobrevuelan los sueños el cadáver de mayo
y todo sigue todo
se derrumba
bajo tus pies
desnudos
incontenibles
solos
envueltos en la música demudada del agua

Prestidigitadora de las islas nocturnas
cuando el preludio
cuando la embriaguez
cuando la sangre cruza del crepúsculo a nadie
y las torpes palabras desbocadas:
acaso en tu memoria
sobre la mesa de los mercaderes
yo también
yo jamás
yo para siempre
vaso ya de silencio derramado



César Calvo

miércoles, 12 de febrero de 2014

No conocí a Santiago...

No conocí a Santiago Feliú, en términos formales, jamás estreche su mano siquiera, pero ¿hacía falta?, yo creo que si lo conocí, en esa extraña forma que tenemos los que decidimos empuñar las guitarras, en cada amigo común que compartimos, en cada canción que escuchaba y que – estoy seguro – también escuchaba él.
Hoy, miércoles 12 de febrero, día en que también nos dejó, hace 30 años atrás, Julio Cortázar, día en que Joaquín Sabina (para suerte nuestra) sigue celebrando cumpleaños, hoy… precisamente hoy, fue el día que Santiago – o su inmenso corazón – decidió estallar hacia el infinito.
Y así nos vamos quedando cada vez más solos. Hace menos de un año, estábamos en La Habana con mi hermano Jorge Millones y supimos que ése fin de semana se presentaba (Santiago) en no sé qué sitio del Vedado. Como si no supiera que las segundas oportunidades no son comunes, invadido de una inexcusable pereza, le dije a Jorge que ya en Perú lo veríamos, es más, que lo llevábamos a La Oveja Negra (en Cusco) y que allí disfrutaríamos de su presencia… pero hay oportunidades que no se repiten y ésta es una de ellas.
Esta mañana recibo la noticia y siento en el alma el dolor de los amigos que lo conocieron y los que – como yo – no tuvieron esa suerte; dolor como el de mi compadre Camilo Félix, quien hace poco le puso el nombre de “Santiago” a su primer hijito, precisamente en homenaje a este cubano que ahora inició el viaje. Viaje que todos, inevitablemente, tendremos que emprender tarde o temprano…
Mi dolor está mezclado con el arrepentimiento de haberlo podido abrazar y no haberlo hecho… me odio por eso.
Si alguna lección nos da la vida (y la muerte) es, justamente, la de no desaprovechar las ocasiones que se nos presentan, siempre vale el esfuerzo si el objetivo es abrazar a los amores, a los amigos, a los colegas (potenciales amigos), y que, de no intensificar la vida, como decía Stefano Varese, corremos el riesgo de que la muerte nos encuentre ya muertos.
Abrazos trovadores Santiago, viendo helado de los andes para que tus alas brillen y deslumbren en tu llegada adonde te esperan los que se adelantaron. La guitarra quedará por siempre, a la izquierda.

Buen viaje Compañero.

viernes, 7 de febrero de 2014

La Hija de Acuario

No será la muerte quien nos separe… el olvido se encarga de eso. Mientras el recuerdo siga vivo, existe la certeza que la vida ronda definitiva por parajes, calles, plazas.
Esta madrugada, a las 2, recibo un mensaje que somnoliento leí y que no pude dejar de responder. Se trataba de mi hermano que me recordaba (a esa hora), el cumpleaños de la Hija de Acuario.
No puedo dejar de mencionar la profunda tristeza que nos invadió cuando ella nos dejó, porque nos dejó a todos absortos, detenidos… descalzos. ¿Cómo se entiende la muerte de quien lucha por la vida? ¿Cómo se entiende la ausencia de quien peleó contra los molinos de viento de la tristeza?
Finalmente, su recuerdo revolotea alado sobre nuestras cabezas, para recordarnos la ternura o para condenar nuestras traiciones…

Esta noche cantaré en La Oveja Negra, te espera tu lugar…. Llega temprano Hija de Acuario, no vaya ser que llueva.

Te abrazo sin un milímetro de olvido.