miércoles, 9 de febrero de 2011

Egipto y el mundo Árabe

Ayer 08/02/2010 en el diario español El País, el periodista Javier Valenzuela Gimeno (Granada 1954), escribió un artículo al que llamó “¿Por qué le llamamos Revolución?”, y allí hace un análisis de lo que viene sucediendo en el mundo árabe a partir de Túnez y Egipto. Estoy seguro que muchos de nosotros no tenemos claro lo que allí viene ocurriendo, de allí que considero importante la lectura del artículo que a continuación transcribo:

¿Por qué le llamamos "revolución"?
Los periódicos de Occidente tratan de dar respuesta a las grandes preguntas que suscitan las revueltas en el mundo árabe
JAVIER VALENZUELA - Madrid - 08/02/2011
¿Por qué llamamos "revolución" a los acontecimientos de estas semanas en el mundo árabe? El mismo día de la caída del autócrata tunecino Ben Alí, el pasado 14 de enero, numerosos periodistas, arabistas y expertos en política internacional comenzaron a usar el término revolución para lo sucedido en el pequeño país magrebí. ¿Por qué? Pues porque, como escribe hoy en EL PAÍS el filósofo francés André Glucksmann, "un levantamiento popular que acaba con un régimen despótico se llama revolución".

Una subida del precio de tal o cual bien básico, una impopular medida gubernamental o una controvertida decisión judicial pueden suscitar "protestas" aquí o allí. Pero cuando estas "protestas" no se detienen ni con la represión ni con ninguna concesión del poder, exigen su caída inmediata y su sustitución por un nuevo orden político, tenemos que hablar de "revolución". Máxime cuando triunfa.
Al caso tunecino se le ha dado en llamar la "revolución del jazmín". Los tunecinos han pagado un elevado precio en sangre para derrocar a Ben Alí, pero su lucha y su victoria han inspirado de inmediato a los sectores más informados y combativos de la juventud urbana egipcia. Su fuego ha prendido en el Valle del Nilo.
¿Puede haber "revolución" sin un partido y un dirigente que la lideren? Edwy Plenel, en Mediapart, ha dado el 2 de febrero una excelente respuesta a esta pregunta: "Que sea imprevisible es, precisamente, su primera virtud: quiebra lo que parecía inquebrantable, agita lo que parecía inmóvil, desestabiliza lo que parecía inmutable. Y esto es lo que la historia llama una revolución: no porque pueda preverse o controlarse, sino porque llega sin advertir e inventa su propio camino, sin programa, partido o líder preestablecidos. Una verdadera revolución no es el golpe de fuerza de alguna autoproclamada vanguardia: se desarrolla y se inventa al modo de una apuesta pascaliana, sin otra garantía que la esperanza".
Más que con organizaciones o líderes, una revolución tiene que ver con ideas, es la encarnación en un movimiento popular de determinadas ideas. Los franceses saben de esto: su república es la biznieta de la revolución de 1789 y sus ideas de libertad, fraternidad e igualdad. Por eso el arabista Henry Laurens, en la última edición de Le Nouvel Observateur (3 de febrero de 2011), ha recordado: "Las revoluciones crean sus propios cuadros. Los que destruyeron la Bastilla ignoraban que estaban desencadenando la Revolución Francesa". Y Glucksmann acoge los sucesos de Túnez y Egipto con la "simpatía" rayana en "el entusiasmo" con que Kant acogió la Revolución Francesa.
¿Por qué la calificamos de "democrática"? Tanto en Túnez como en Egipto los manifestantes dejaron claro desde el primer minuto que luchaban por la libertad, la dignidad y la justicia, por la sustitución en sus respectivos países de la autocracia por la democracia. Los pueblos árabes toman su Bastilla, titulaba Rosa Meneses su análisis en El Mundo del 7 de febrero. Y subtitulaba: "Las revueltas de Túnez y Egipto beben de la Revolución Francesa y no de la iraní". "Estas sociedades (las norteafricanas) han demostrado estar más cerca de nosotros de lo que pensábamos", escribe. "Tienen nuestros mismos anhelos: aspiran a encontrar un lugar en el mundo, a tener oportunidades para ganarse la vida, a cuidar de sus familias, a ser libres... Como razonara el escrito sudanés Tayeb Saleh, "son exactamente como nosotros". Y en este sentido, nos han dado una lección".
¿Teherán 1979 o Berlín 1989? Así titula hoy (8 de febrero de 2011) Roger Cohen su columna en el International Herald Tribune. Escribe Cohen: "¿Es esto un amplio alzamiento contra la dictadura cuyo objetivo de libertad y democracia puede ser usurpado por islamistas organizados? ¿O supone el final de ese Parque Jurásico Árabe donde, desde Yemen a Túnez, han gobernado déspotas envejecidos, y el principio de un florecimiento democrático que cambie el mundo como lo cambió el colapso del imperio soviético? Si es esto último, como yo creo, es crucial comprenderlo correctamente".
Lo que dice Cohen es que una actitud decidida de Estados Unidos y la Unión Europea a favor del cambio democrático, como la que adoptaron en el colapso del imperio soviético, puede decidir que la balanza caiga del lado de 1989. La pasividad asustada jugaría en sentido contrario. Timothy Garton Ash lo expresó así el lunes 7 de febrero en EL PAÍS: "El futuro de Europa está en juego esta semana en la plaza de Tahrir de El Cairo, igual que lo estaba en la plaza de San Wenceslao de Praga en 1989".

Una revolución puede fracasar, por supuesto. Incluso en el caso de triunfar puede orientarse en uno y otro sentido no sólo en función de las circunstancias internas sino también de las fuerzas externas.
¿Debe el miedo a los islamistas condicionar la actitud occidental? Los islamistas no han desempeñado ningún papel en el desencadenamiento de las revueltas tunecina y egipcia. En este último caso, el protagonismo inicial habría que dárselo a grupos de jóvenes demócratas muy activos en las redes sociales como Kefaya (Basta ya), Khaled-Said y 6 de abril.
Ahora bien, ¿pueden terminar capitalizándolas? No necesariamente. El 7 de febrero Xavier Antich escribió en La Vanguardia: "Estos días han vuelto a aparecer los tics coloniales habituales en estos lares. Escuchamos cómo se elogian las ansias de libertad y a la par cómo se expresa el miedo por lo que vaya a pasar después, ese miedo al que siempre se le pone nombre, "fundamentalismo islámico", sin saber, ni remotamente, el peso que eso, sea lo que sea, tiene entre la población de Egipto".
Negar a los árabes la posibilidad de acceder a la democracia sólo porque cabe la posibilidad de que ganen los islamistas es, como observa Antich, una actitud colonialista. Por el contrario, Occidente debería asumir sin mayores angustias la posibilidad de que, en algunos países árabes, partidos islamistas contrarios a la violencia y respetuosos del marco democrático obtengan buenos resultados electorales. Lo explica así Plenel: "¿Por qué, en la transición democrática del mundo árabe, no puede haber un lugar para familias políticas que se reclaman de la religión dominante, tal como fue el caso, y sigue siéndolo, de los demócratas cristianos en Europa?". Y continúa pedagógicamente: "A comienzos de los años 1980. ¿había que desear la represión del sindicato Solidaridad en Polonia porque grandes ceremonias católicas se celebraban bajo su égida en los astilleros de Gdansk? ¿Había que desear el mantenimiento del dominio soviético sobre Europa del Este porque su hundimiento amenazaba con liberar fuerzas conservadoras, reaccionarias o religiosas, como así ocurrió?"
¿Es Turquía el modelo que podrían seguir las revoluciones árabes? En declaraciones a Le Monde (8 de febrero de 2001), Ghassan Salamé, politólogo y ex ministro de Cultura libanés, cree que el momento en el que la Turquía contemporánea comenzó a llamar la atención del mundo árabe fue cuando, en enero de 2009, en plena ofensiva militar israelí contra Gaza, su primer ministro Erdogan abandonó una mesa redonda en Davos enfadado por las justificaciones a la violencia que estaba dando Shimon Peres. "La autopista hacia el corazón de los árabes es una actitud empática, solidaria con los palestinos", dice. A partir de ahí, los árabes comenzaron a interesarse por el modelo turco: su democracia, su crecimiento económico, el menor protagonismo de su Ejército. "De este modo", afirma Salamé, "Turquía se ha convertido en el modelo dominante. Irán ya no es el único modelo. Y el modelo turco", remata, "es el equivalente a la democracia cristiana".

¿Mubarak o el caos? Esta es la carta suprema que está jugando el rais egipcio y que ya le han comprado Israel, algunos políticos occidentales y parte del pueblo egipcio. En su columna Una república llamada Tahrir, Roger Cohen escribe en el Tribune del 7 de febrero: "Aceptar el argumento Mubarak o el caos es una falta de respeto al civismo de la plaza Tahrir. Es una muestra del fracaso occidental ante la explosión de la sed árabe en pro de la dignidad y un gobierno representativo". Cohen recuerda como los manifestantes que reclamaban la salida de Mubarak formaron una cadena humana alrededor del Museo Egipcio para protegerlo. En esa misma edición del Tribune, David Kirpatrick informaba: "En el día cristiano de oración (el pasado domingo) los coptos celebraron una misa en la plaza (Tahrir) mientras los musulmanes, devolviendo un favor, les protegían. El viernes los coptos hicieron la guardia durante las plegarias musulmanas". ¿Y si el caos fuera Mubarak?

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