El 04/08/2010, Rocía Silva Santisteban escribió en su blog Kolumna Okupa (www.kolumnaokupa.blogsome.com) acerca de lo que le ocurrió en el Policlínico Angamos adonde llevó a su mamá un domingo. Lo narrado no es patético, ni siquiera terrible. Es triste.
Un país con tantos problemas como el nuestro, a veces hace parecer que no hay por donde comenzar a solucionar las cosas. Este sería un buen comienzo.
La gran mayoría de personas que concurren a un policlínico u hospital lo hacen porque tiene alguna o varias dolencias, lo que deviene – generalmente - en una disminución de la posibilidad de afrontar problemas con la entereza que una persona sana lo haría. Se debería tomar en cuenta ese tema, sobre todo en las dependencias del Ministerio de Salud (ESSALUD no se queda atrás en cuanto a la atención, por lo menos en lo concerniente a pacientes ambulatorios o consultorios). Lo siguiente es una gráfica de lo que señalo.
No saben cuánto me identifico con el post.
El Policlínico Angamos y la nuda vida (del Cajón de los Recuerdos)
No sé por qué mi mamá es fanática de la Emergencia del Policlínico Angamos. Creo que debido a la eficiencia de las enfermeras con pocos recursos y los doctores con sobredosis de pacientes. El domingo mi madre se sintió mal, se desmayó y como vive sola en su casa, recién cuando despertó atinó a llamarme. Tuvo probablemente un cuadro de hipotensión arterial. La llevamos al Policlínico pero, como lo saben aquellas personas que tienen padres ancianos, si no los haces entrar con ambulancia de los bomberos o del mismo hospital, es decir, en posición horizontal, hay que hacer una larga cola. Mi madre se encontraba mal, pero no de urgencia como para entrar en ambulancia, por eso fuimos en taxi y comenzó la odisea.
En admisión te preguntan si ha entrado por sus propios medios o en ambulancia. Como mi respuesta fue afirmativa a la primera pregunta, pues nos tocó esperar. Llegamos a las 3 pm, nos atendieron cerca de las 5 pm después de terminar de ver una película en el televisor de la sala de espera de emergencia. Realmente mi madre no estaba de URGENCIA sino hubiera muerto. Había cola porque hay muchísimos pacientes, dos tópicos de medicina general, uno de traumatología y otro de cirugía.
En la sala de afuera esperamos a que el guachimán llamé al paciente por su nombre. Cuando lo hace –luego de dos horas– hay que entrar a EMERGENCIA donde hay dos colas de paciencias parados. Las dos colas son para los Tópicos 1 y 2 de medicina general. Los paciencia con necesidades de cirugía o traumatología esperan por otro lado: son menos. Por suerte mi madre me tiene a mí, pues hubiera sido imposible que se pare para hacer la cola pues a los 86 años y con mareos, no hubiera podido esperar los 20 minutos que esperamos. Delante de mí una señora joven tenía un suero en la mano que estaba conectado a su otro brazo: la mano la llevaba un poco en alto para que el suero destile. Ella esperó el mismo tiempo que yo. Veinte minutos parada con el suero conectado al brazo. "Señora, ¿no tiene parientes que la ayuden?", le pregunté. "Justo ahorita se acaba de ir mi hija porque ya estaba esperando mucho tiempo".
A los veinte minutos de estar ahí parados me tocó mi turno, o sea, el de mi madre. Entramos. Una doctora joven le hace preguntas y no se da cuenta que tiene dos entradas a emergencia con shock hiperglucémico e infarto cerebral hace un mes y medio. Se lo decimos. "Ahhh". Pregunta los motivos por los cuales estamos en emergencia, manda rápidamente a hacer electrocardiograma y medida de glucosa. Con los precarios papelitos vamos a buscar a una enfermera. "Espere acá señora" y mi madre y yo esperamos 15 minutos a que se desocupe una enfermera para hacerle un pinchazo, le mide el azúcar, está estable. Mi madre no aguanta estar más tiempo de pie. Se sienta en la silla de un enfermero, frente a un escritorio con archivos, apenas la ve el enfermero viene y la bota: "retírese señora". Nos paramos y seguimos esperando. El enfermero se va, la silla está vacía pero es prohibida. Le exijo a la enfermera que se apure; hace lo que puede la pobre, está llena de tubos. "Ahorita vengo" nos dice. Mi madre, casi desvanecida, quiere sentarse, entonces se desocupa una camilla, pero la de allá, la del consultorio de la doctora, entramos y mi madre se sienta. La doctora se molesta. Un paciente está saliendo. "No ve que estoy con paciente, señora". "Pero mi madre no puedo estar más tiempo parada". La deja quedarse, entra la otra enfermera, le hacen el electrocardiograma. "Está bien señora, su corazón está perfecto". "Está estable, señora, a ver que le pongan un Gravol".
Salimos de nuevo a la antesala, donde hay decenas de paciencias sentados en sillas precarias y con sus brazos conectados a sueros; otros pacientes haciendo cola; una chica en silla de ruedas llorando a gritos. Hay bulla por todos lados. Mucho ruido. "Enfermera, para una inyección de Gravol". "Ahh tiene que salir por afuera, señora". "Pero mi madre no puede ni caminar, ¿cómo hacemos?", "ah, no sé señora, hable con la otra enfermera". Hablo. "Bueno, que se quede ahí. Usted vaya al sótano a pedir el remedio con la receta de la doctora". Voy al sótano. No puedo pasar: hay decenas de personas intentando tomar el ascensor. Pero llego al sótano, no hay nadie en la cola, solo una señorita felizmente… Pero la señorita está discutiendo con el empleado que despacha los remedios y este no la quiere atender, se demoran tanto, que ya se juntan seis personas detrás de mí. "Atiendaaaaaaaan".
Lloro. Se me chorrean las lágrimas. Lloro y me atienden y regreso al primer piso, a emergencia, me limpio las lágrimas, los mocos, como sea entro nuevamente, estoy llevando el Gravol. Busco a la otra enfermera. "Espere". Y espero parada al lado de mi madre, al otro lado una jovencita con un suero conectado al brazo, se está quedando dormida en esa especie de carpeta donde la han sentado. Y como dijo Francisco de Quevedo, de mis ojos "salen sin duelo las lágrimas corriendo". Qué vergüenza. ¿Qué diablo me pasa? No lo sé, siento un pito tiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii en el oído izquierdo. ¿Y si ahora me sube a mí la presión? Ay, no.
Y la inyectan a mi madre el Gravol y me dice la doctora que debe esperar 45 minutos para ver la reacción. "Pero, ¿adónde esperamos?". La doctora bosteza: es joven, tiene el pelo lacio, se nota que está muy cansada. Mi madre le habla. Yo pregunto: "¿Pero si está estable, no la puedo llevar a mi casa mejor?". La doctora me mira indiferente. Casi siento que me odia. Que odia a todos los pacientes de ese domingo por la tarde. "Mejor" me contesta.
Y con la idea fija de que debo gritar en medio de la nada, salgo del Policlínico Angamos, una vez más humillada por el sistema de salud, que trata a aquellos viejos jubilados que aportaron años de años como si fueran cuerpos sin alma. Nuda vida. Restos. Seres sin calidad humana. Ancianos carcomidos por esa sociedad que está esperando sus muertes para reciclar sus aportes y usarlos malversando fondos colectivos.
¿El Perú avanza?
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